En los pasillos, las esquinas, los rincones, las explanadas, los portales y las escalinatas se inscriben fronteras. Es ahí, en aquellos espacios transicionales, donde lo humano se vuelve anónimo, donde el abandono se transforma en aire, donde la materia de desdibuja entre trazas y pasadizos, donde la desolación se vuelve certeza y el vacío se interrumpe sólo por una tenue iluminación añil; es ahí donde yacen los limites, entre una cosa que se ha ido y otra cosa que está por llegar.

De este modo, los límites son más que simples divisiones físicas, son metamorfosis espaciales, son una categoría capaz de definir la experiencia vivencial inscrita en un lugar y despojar a los sujetos de si mismos. Después de todo, cada limite es umbral, es un borde4 que separa dos estados o espacios, una aislado espacio de transformacionales y cambio, donde la inquietud acaricia la piel, la carne, el músculo, el hueso, la medula, y hasta el tuétano.

Es allí, en los corredores, alargados y estrechos volúmenes arquitectónicos de residencia momentánea, donde se estructuran las puertas traseras de la realidad y habita el lente de Matthew Espinosa. Es ahí, donde se entretejen grilletes mediante saberes y ideas, donde la censura se vuelve concebible y donde los cuerpos se someten al escrutinio de unos pocos, que el antedicho artista mexicano cristaliza lo onírico, lo nostálgico y lo surreal, es a través de su fotografía que este productor nos invita recorrer edificaciones de la memoria y melancólicos escenarios neon, donde cabe preguntarse por aquello que acecha en los contornos donde la iluminación no llega, pues en la penumbra se engendran limites.